Todo ardía, habían alcanzado a salir del restaurant y miraban horrorizados las llamas. Solo había silencio y estupor. Carlos fue el más afectado, se tomaba la cabeza a dos manos y se agachaba constantemente. Claudia le hacía cariño en la espalda, como si eso lo fuera a ayudar, no había muestra de apoyo que lo hubiese sacado de su estado. Los bomberos no llegaron, estaban lo suficientemente lejos como para que todo quedara en gris y negro.
El calor llegaba a su cuerpo, mientras Carlos repasaba en su cabeza toda la historia, la misma película que dicen se pasan los que van a morir, los elementos más fundamentales, los que armaron todo. Se acordó cuando conoció y se comprometió con Claudia, chef que estaba cesante y con la cual soñaron con armar el restaurant vegano, se acordó de cuando pidieron el crédito para comprar el local, cuando lo remodelaron e incorporaron una pieza y baño para vivir ahí, cuando no les quisieron dar la patente, cuando finalmente se la dieron, y el día que se abrió. También se acordó que eso había sido hace dos semanas, y estaba ahora, caído en deudas. Todo se fue a un hoyo profundo, tan profundo que no tenía fin.
Carlos sintió una mano que le apretaba la garganta, luego el esófago para terminar en el estómago, el dolor se quedó ahí, como un perro rabioso que no lo soltaba. Se arrepintió de que el lugar estuviera en el campo, de la vida que habían elegido. Lo único que le quedaba era el huerto orgánico que tenían de media hectárea. Quién querría comprar tomates, cilantro o perejil? Cuánto podría ganar con las papas si las venden a 600 pesos el kilo?
Ya era de amanecida y y no quedaba nadie. Todo era un cerro de cenizas y se había apagado el último ardor. Carlos, Claudia y el perro se fueron a la casa del vecino, quien les dio comida y té, mientras miraban por la ventana el desastre. Carlos no quería alejarse de su terreno, era lo único que tenía, por lo que el vecino le prestó una carpa para cuatro personas y se instalaron en el huerto.
Ahí se quedaron, oliendo el quemado y revolviendo cenizas, pateándolas a veces, y envueltos en el polvo que levantaba el viento, a ver si rescataban algo. Fueron días negros. Carlos dejó de asearse y ya no se cambiaba la ropa, iba consumiéndose por día. Comenzó compulsivamente a meter las cenizas del restaurante en frascos, frascos que empezó a atesorar.
A los meses llegó la depresión profunda y ya se había acomodado a su nueva vida de camping. El hipotecario caía sin piedad todos los meses y él solo lo olvidaba, como también olvidaba sus sueños y su vida, como si no existiera. Se alimentaba del huerto, mezclaba las hortalizas con un poco de cenizas y se las comía. Durante el día, a pleno sol, vagaba entre tomates, lechugas, zanahorias y papas. Se estaba transformando, estaba flaco y parecía indigente.
Claudia se fue a la casa de su mamá. No toleró ver cómo Carlos caía en el delirio, cansada de dormir con los frascos y el perro en la carpa. Lo fue a ver un par de veces.Trató infructuosamente de sacarlo de ahí, fue imposible. Hasta que un día no fue mas.
El terreno fue a remate, con Carlos adentro. Los nuevos dueños querían poner un restaurant orgánico, y aprovechar el huerto que Carlos había cuidado durante sus meses de depresión.
Un día, llegaron los carabineros a desalojarlo. Frente a lo inminente, Carlos fue corriendo a la carpa y se aferró a sus frascos, tomó los que le cabían en sus brazos. Atrás fueron los carabineros, que partieron por las buenas, pero al rato se dieron cuenta que tendrían que recurrir a la fuerza.
Carlos nos soltaba los frascos y los apretaba contra si. Comenzó un forcejeo con los carabineros. Los frascos se quebraban de a uno y volaban las cenizas. De repente, Carlos recordó el mismo dolor de estómago que el del día del incendio, se había roto un frasco y le había hecho un corte profundo. Los carabineros, atónitos, lo tomaron entre cuatro para llevarlo al hospital, mientras se lo llevaban se le iban cayendo los frascos de los brazos, el perro ladraba y su polera verde se le oscurecía.
Commentaires